Título: Detrás del espejo
La fama le había llevado a su punto más álgido donde la vida le aportó todo aquello que durante tantos años había estado buscando. Sigilosa y con precaución subió los escalones que le habían llevado a encontrarse en el firmamento, desde donde podía controlar su vida. Los límites impuestos se habían abierto demasiado dentro de un sin sentido que le llevó a estar sola, su único refugio pasó a ser el enorme espejo que tenía en la habitación doble de su pequeño palacio. Allá, tumbada en la cama, pensaba en todo lo que había conseguido, y hasta donde le llevó su delirio.
El encierro le había cambiado su estatus de valores, y le condenó a estar presa de la inocencia. La carga la llevó con remiendos, a punto de descarriar sus ideas. Luchadora y con ganas de ver sus sueños cumplidos hizo todo lo posible por llegar a manifestar, pero había perdido los papeles.
La actitud nunca fue mediocre, los pasos habían sido calculados de forma muy meditada, y el camino no tenía horizontes marcados. Solo el vasto infinito le iba a llevar a perderse. Su validez era tenue, aunque alta en el sustento, porque sus letras le marcaban el paso, que le hizo ser una escritora excelente.
En ellas expuso todo lo que contenía dentro, guardado, secreto, pero a la vez delicado y firme, como si fueran camisas bordadas, ojos brillantes y una fugaz sonrisa. El dolor le había marcado su punto de unión con el lápiz. Junto a él vivió momentos álgidos en el que supo poner límite a sus fronteras. Pero el tiempo transcurrido no le había llevado a aclararse. Vacía de contenido quiso marcharse lejos para no afrontar lo que le estaba pasando, y al verse en el espejo le cambió la cara.
Frente a él no podía disimular su enfado, porque sus gestos no pasaban desapercibidos. Aunque no estaba impresa, su imagen reflejada le seguía los pasos, y cualquier pequeño movimiento le iba a llevar a descubrir lo que le estaba pasando. No quería deshacer sus sueños, porque en ellos había guardado parte de su vida y tiempo. Así que se limitó a mirarse sin apenas pestañear, dejando que los segundos pasaran y a la vuelta de la esquina seguir llevando su cruz.
Las manos temblorosas no le habían dejado ninguna huella, solo sus labios agrietados por el frío le habían marcado un estado diferente. Junto a los ojos, una nueva imagen salía proyectada desde dentro, que le hacía sentirse triste, muy triste.
El éxito lo había esculpido entre sus dedos, y ahora apenas las ideas le llegaban al papel.
Los recuerdos de su niñez le llevaron a verse capacitada para expresarse. Expresiva y con talento creció al lado de sus hermanos que la admiraban por sus palabras. Los padres de María habían sido personas sencillas, trabajadoras, humildes y pobres. Y en sus recuerdos el bagaje del camino hizo que perdiera el hilo de su verdadera raíz.
Nadie le dijo que abandonara, sola y ante miles de palabras se dejó impresionar. Porque se encontraba vacía, desilusionada y con ganas de escapar. El éxito había sido la excusa de sus ambiciones, que maltrechas por el papel le llevaron a no tener horizonte ni sentido.
El espejo no cambiaba de lugar, sus pensamientos se paseaban por todas las partes del cuerpo. Como si fuera una autómata, apenas sin ser consciente, ejecutaba sus funciones, sin que nada de lo que hiciera tuviera sentido.
Los días marcaron la escritura de las imágenes que reflejadas caían en un pozo sin salida. María las veía cada día, intentaba maquillarse con un elegante vestido y simulaba ser una gran estrella. “Las estrellas nunca se caen” susurraba en sus adentros, solo el paso de su destello dejaba la estela en el camino, cambiando de lugar para seguir brillando.
La ropa amontonada en la cama le había hecho estar presa de las ideas, porque no había vestimenta posible que tapara las angustias. Nada le iba a llevar a solventar el mal si no ponía remedios. El alcohol nunca curó al enfermo, solo estropeó las arrugas haciéndolo aun más viejo.
Las copas diseñadas habían caído al suelo, y detrás del espejo se escondían las dolencias que María había estado acumulando, como capas incomestibles que fue deshojando. El gran plato estaba demasiado lleno mientras sus andaduras le hacían sostenible con su apariencia. Las peladuras de la fruta se extendían por sus manos, y las cremas hidratantes, estaban bien colocadas en el tocador. Desde que empezó a tener fama el paso del tiempo le había marcado tanto, que sus arrugas le desaparecieron por querer verse joven. Una fobia que le marcó caer en otros tantos desastres.
Dentro, muy dentro, más allá de los huesos, la verdad era muy otra. La superficialidad no era más que una gran capa ante los ojos de los demás, que no le estaba aportando nada y de la cual aun queriendo desprenderse no sabía cómo hacerlo. La gran madeja que colgaba del estante tenía que reestructurarla, pero para poder llevarlo a cabo debía comenzar a analizarse.
El éxito, algo imparcial, intocable, memorable, estupendo pero fatídico solo hizo de puente hacía su culminación.
Dividida sin haber separado las ideas estaba pendiente por desentrañar las dudas. Sola ante la vida, delante del espejo debía de sincerarse. Nadie le podría escuchar mejor que ella misma, si se engañaba solo ella lo sabría. Pero no podía permitírselo más, y en sus ojos se mostraba la certeza de todo lo que realmente era y había dejado de ser.
Cuando ocurren las cosas “siempre buscas culpables a los cuales echar el muerto”, pero lo cierto es que ese sentido le cambió cuando vio que el verdadero muerto era ella. María debía de suscitar su rebelión, y comenzar la batalla hacía la solución. Pero la armadura le iba demasiado grande y aunque mirándose a los ojos fijamente pensó en hacerlo, sus piernas flaquearon colgando detrás del espejo a todos los miedos que le salieron.
Tumbada en la cama reflexionó sobre lo ocurrido dejando los momentos inéditos entre las sábanas. Se levantó acercándolo a la cama y durante unas horas se estuvo observando hasta que las pestañas se abrieron de par en par. En la mente quedó retenida la imagen que había estado viendo durante tanto tiempo y vio que a pesar de relucir la única estrella, la auténtica, había dejado de brillar. Rápida y con aires de querer subsanar el delito se levantó de la cama, cogió un lápiz y comenzó a escribir lo que sentía. Con la mano temblorosa apoyada en el papel intentó comenzar pero las letras apenas eran legibles. El nerviosismo le estaba pasando factura. Reposó un rato, pensó sobre lo que estaba haciendo, y detuvo la mirada en la punta del lápiz. La respuesta fue rápida, con el puño firme cerró los ojos y dejó deslizar los pensamientos sobre el grafito. La mano le iba acompañando al compás mientras se sucedían las palabras de malestar. “La lluvia debe despejar mi cara” indicó en la primera línea, “pero su dulce aroma no ha de desprenderse” continuo escribiendo. “La muerte no es más que un proceso donde olvidamos nuestras raíces” expresó sin complejos, “y ante ella debemos luchar, porque somos únicos e irremplazables”. La hoja inmaculada se lleno de notas expresando todo lo que durante tanto tiempo le había llenado la vida. Nunca nadie le había dado apoyo en circunstancias tan frágiles, así que con la valentía que siempre le había caracterizado se dio el impulso por motivarse. Apenas tenía pensamientos que le llevaran a ver que más allá había otro designios que reemplazaran el vacío. Pero esta vez iba a ser la definitiva.
La imagen en el espejo fue cambiando lentamente a la medida que sus palabras quedaban incrustadas en el papel. Desde siempre había sido única, auténtica y maravillosa.
Cuando acabó de escribir, levantó la mirada, y queriendo penetrar en ella estuvo observándose hasta que comenzó a llorar. El gran bálsamo que le daría las fuerzas para ver que la distancia era incierta. Se echó el pelo hacía atrás dejando despejada completamente la faz. Cogió el escrito y lo leyó en voz alta. La emoción le hizo estremecerse mientras cogía firmeza al escucharse.
El tesón unido al destape dejó al descubierto lo que durante años había guardado tras el espejo. Desnuda y sin nada que le tapara podría verse tal y como era, aquella niña que con sus versos y palabras vivía plenamente feliz.
Se acercó ante la imagen y la besó, una nueva persona empezaba a nacer. Desde entonces supo que la ignorancia es el mayor impedimento a la grandeza, porque no se es grande por decir ni por ser, sino por tener claro dónde está el horizonte. La vida le sonrió, y aunque ya no escribe tanto como antes, las sensaciones de aquella niña, que le impulsaron a relatar, le siguen vivas muy dentro, y con eso, solo con eso su vida renace cada día.
Las lecciones no son eternas, solo el relato de unos versos sin acabar puede hacer que en tu vida vuelva a repetirse la misma lección. Los espejos lo saben todo.
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